Vacaciones
Por vacaciones de los respectivos autores en diferentes países, este blog permanecerá en hiatus hasta proximo aviso.
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Invitado: Miguel Esquirol Ríos
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Raúl me cuenta la historia de su hermano Arturo quien reside clandestinamente en Barcelona; dejó la carrera de Administración de Empresas y ahora trabaja en la caja de un micromercado del Poble Sec; sin embargo, como dice Raúl, su hermano está convencido de que hizo lo correcto.
Raúl me envió una nota titulada "José y Woody" acerca de su hermano, quien tuvo que " abandonar su inestable arca de Noé laboral por cuestiones de legalidad, y tomarse dos meses de vacaciones obligadas para que sus jefes esquiven las obligaciones laborales de contrato." En los mercados de trabajo, el más fácil pero más duro es el de "cargador de mudanzas", sólo para ilegales. Acabó por engancharse como asistente de utilería, es decir, para armar y desarmar escenarios de filmación.
Arturo, hincha de San José y devoto de la cerveza Huari, comenzó a enviar dinero para sus papás Habló y se lo notaba contento con su nuevo trabajo eventual, en particular por el director de la película, que se filmaba en una playa de la Barcelonesa, que los trataba muy bien y continuamente decía cosas humorísticas. La sorpresa vino cuando Arturo agregó: "Además creo que es medio famoso en Hollywood. El otro día hicieron todo un especial en varios canales de Barcelona sobre él, es un tan Woddy Allen".
"La jeta se me cayó metro y medio, mi ídolo estaba ahí casi diariamente en el mismo espacio que mi hermanito, el mismo que prefería ver la zaga completa de Terminator a una película de Bergman, y así es la vida –agrega mi amigo--. "Traté de explicarle fanáticamente lo afortunado que era, de hacerle entender que disfrute de su trabajo, que si hay un director con una tremenda capacidad para convertir las ciudades en el personaje principal de sus películas era Woody y que la "Carcelona" de la que José me hablaba en sus cartas se tornaría en la probeta fílmica de Woody Allen en un fabuloso escenario urbano que quisiera que disfrute, de un tiempo en que él era joven e indocumentado. Sencillamente él no podía comprender mi felicidad, al final me dijo: "hermano, te voy a conseguir algo de él", le implore: róbate el sombrero!
Y continúa: "Ya José volvió a su trabajo en el micro mercado, y de aquella experiencia cinematográfica solo guarda lo guapa que era una gringuita, que según yo debe ser la Scarlett Johansson, la nueva musa de Woody. Estoy seguro que por más cosmopolita que yo sea, que haya conocido un puñado de gente que hizo historia, mi hermano José es la celebridad de mi familia, para mí. Gracias a él puedo presumir en alguna tertulia sobre mi hermano que trabajo con Woody Allen, cosa que es la pura verdad; de la misma manera que para ponerme interesante le digo a alguna chica bonita que yo canté con Silvio Rodríguez, cosa que lo juro por dios es cierto, aunque claro, no suelo decir que el cantaba en el escenario y yo cantaba junto con él, desde el publico.
En los talleres de escritura le gusta repetir a don Ojo de Vidrio aquello de que la realidad supera a la ficción, va ven que es cierto, sólo se trata de hacer experimentos con la verdad y el azar. Y ya ta." Firma Raúl Álvarez Ortega. El texto completo pueden leerlo en http://blogextremo.com/clandestinoboliviano
Invitado: Anónimo
BUENA LECHE
Un chino que come ranga
No lo podía creer, pero era cierto: a mi vista, el ciudadano chino Aladino Yu devoraba una ranga colorada en "La Barca", institución cochabambina ubicada en el corazón de Santa Cruz, el barrio de Siete Calles.
En efecto, Aladino Yu es chino. Habla el castellano con ese acento peculiar de los herederos de esa cultura milenaria y su pasión por la ranga boliviana es de tal magnitud que acostumbra comprar ranga para llevarle a su hijo que vive en los Estados Unidos.
Aladino Yu viaja constantemente a ver a su hijo, en realidad a toda su familia que se fue a radicar a los Estados Unidos; pero él no cambia Santa Cruz por ninguna capital del mundo. Y todas las mañanas visita "La Barca" y pide regularmente una ranga colorada, que come con deleite.
Curiosamente el dueño de "La Barca" es mi amigo y paisano Jorge Caero Soto, a quien desde chiquito le pusimos en el barrio el apodo de Chino, como firma sus graciosos artículos en el semanario Número 1, de Santa Cruz. Sólo el Chino Caero podía conseguir que un ciudadano chino se antoje ese platillo heredero de los callos madrileños, que es una de las mejores especialidades que salen de las manos de la buena y dulce esposa de mi amigo Chino.
Ver para creer: Aladino Yu me habló con gran entusiasmo. Me dijo que él llevaba regularmente ranga de "La Barca" a los Estados Unidos porque su hijo le reclamaba ese gustito. En tono divertido se quejó de que el Chino Caero no quiere darle la receta de la buena ranga, porque Aladino Yu tiene el propósito de abrir un restaurante en los Estados Unidos, cuya especialidad sea este platillo nacional que se hace con la panza de la vaca.
Por supuesto que ha intentado preparar ranga, pero su hijo, que es el mejor juez, se queja de que le sale mal, que es muy fea, que en todo caso no tiene el delicioso sabor de la ranga original que se sirve en "La Barca".
El Chino Caero lo escucha a Aladino y sonríe. Evita darle la receta de la ranga y le sugiere que se vaya al fondo, a hablar con su esposa, a ver si ella quiere revelarle este secreto de familia.
Llegué por un par de días a Santa Cruz y repetí el rito de siempre: no tendría sentido mi viaje si no visitara a mi viejo amigo de barrio, con quien literalmente me crié. En eso se me va el gusto de visitar esta noble tierra donde por primera vez vi un chino que comía ranga ranga.
¿Por qué se llama Aladino? Porque tenía una tienda que se llamaba así. Le añadió su apellido Yu y ese es ahora su nombre oficial.
En Cochabamba hay un silpancho muy interesante que prepara un chino que tiene fotografías con Maradona, porque es su fan. Me llamó la atención ver una mesa de chinos comiendo silpancho, y más aún el comentario del dueño del local que pensaba exportar este platillo cochabambino a China Continental. Pero ver a un chino comiendo ranga ranga, batió todas las expectativas que tenía de ver cosas extrañas en este mundo.
Invitado: Anónimo
Odiar me da flojera
Cuando era joven y aún hacía daño, una mujer, que fue algo más que mi amiga, me dijo: "Debería odiarte, pero me da flojera". Es la lección más útil que he recibido en medio siglo.
Aunque uno ame con todo el hígado, necesita algún espacio para sí mismo. Uno tiene cierta zona de soberanía a la cual no permite acercarse así nomás al prójimo; pero de pronto uno se enamora y otra persona nos invade la zona, nos quita intimidad, se vuelve parte de nuestro espíritu y de nuestra carne. Amar es declinar el dominio propio sobre nuestra zona de soberanía; pero, aun así, uno entiende por qué Silvio Rodríguez canta: Si me levanto temprano / fresco y curado / claro y feliz / y me digo: Voy al bosque / para aliviarme de ti… Amar nos exige algún respiro, una copa, un partido de fulbito, un libro o un disco a solas, una tertulia con los amigos. En cambio, odiar…
Odiar no te da respiro. Si a media noche despiertas, lo primero que se te viene es la certeza de que odias. No debes olvidar que odias. El amor es menos tenaz, menos constante que el odio. El amor no es tan obsesivo como el odio; puede ser una adicción, pero jamás una posesión diabólica como el odio. El amor nos reconforta llenándonos de aire puro; el odio nos ahoga, nos asfixia. El amor es llama doble: es llama azul de serenidad o roja encendida de pasión; el odio es pura pasión. El amor nos depura; el odio nos intoxica.
¿Para qué odiar, entonces? ¿Para ocupar el alma, el hígado, las entrañas a tiempo completo?
A veces el odio parece inevitable: uno trata de odiar con todas sus fuerzas al torturador, al usurpador, al traidor, al solapado, al artero, al extorsionador, al impostor… pero se necesita mucho tesón, muchos riñones para odiarlo como se debe, a toda hora, constantemente. Y no hay nada que valga menos la pena de ser constante que el odio.
Es hermoso ser constante y tenaz en la creación porque la creación es un acto de amor. Pero el odio no crea, destruye; no construye, demuele. El amor es el ascenso; el odio, la caída. El amor no es un sentimiento solitario, pues camina acompañado de la alegría, de la solidaridad, de la generosidad, de la actitud de dar a manos llenas. El odio tampoco es solitario, pues anda del brazo con el rencor, la envidia, el insomnio, el reconcomio, la ira. ¿Hay alguna razón para convivir a toda hora con estas criaturas grises y sombrías?
Amar desvela dulcemente y luego conduce al "cine de las sábanas blancas", a los dulces sueños. El odio, en cambio, es la semilla del insomnio. El lecho del amor es tibio y perfumado; el del odio, es una estepa helada y percudida de la hiel de las pesadillas. Quien ama comparte pan y lecho con la persona amada; quien odia se condena a rumiar sus rencores y a desvelarse solo.
Unas cuanta razones para vivir tranquiiiiilo, güey, a cubierto de sentimientos inútiles que agrían el mejor vino, tornan desapacible el buen humor o malogran el mejor carácter.
Invitado: Anónimo
Invitado: Anónimo
Cerveza Stella Artois
Europa a ratos parece un barril mítico de la mejor cerveza del mundo. Mejor, de las mejores cervezas del universo. Entre ellas, las belgas son famosas cervezas.
Recuerdo que cierta vez llegué a la Gare du Nord, en Bruselas, y de inmediato me encandilé con una cerveza negra y espesa, de barril, que servían en unos cristales muy grandes. Pedí una y después de los cinco primeros sorbos sentí muy clarito que la mirada se me ponía oscura. Un amigo me dijo que los ojos se me habían vuelto bizcos, y cuando recuperaron su ubicación, yo viajaba por la estratosfera con una sonrisa de estúpido que no se me quitó en el resto del día.
En otro viaje me invitaron a una cervecería enorme donde había 300 variedades del dulce néctar de cebada provenientes de cinco continentes. Busqué ávidamente Amérique du Sud y encontré nuestra afamada Paceña, pero no la pedí por razones que ustedes comprenderán. Mi aparcero me había propuesto probar tantas marcas como aguantara nuestro organismo. Él corría con la cuenta.
Creo que llegamos a quince marcas o quizá probamos más, pero es algo que se borró irremediablemente de la memoria. Sólo recuerdo que, al día siguiente, mi cabeza estaba en su lugar y escuchaba trinos de pájaros en medio de los árboles deshojados por el invierno.
Jamás voy a olvidar una película europea que transcurre en una aldea cervecera donde todos, ancianos, jóvenes y niños, consumen cerveza y comen a lo largo de toda la cinta. Al inicio se ve una rubia bellísima en bicicleta, que pasa a orillas de un grupo de ancianos en amable plática a bordo de unos chops incitantes. Uno de ellos la saluda y le ofrece un chop tremendo y la bella rubia se lo toma, pero no la mitad ni dos tercios (como ahora parece estar de moda) sino el chop entero. Mis hijos mayores eran todavía pequeños, pero, aun así, al influjo de la película me dirigí a un supermercado, compré salchichas surtidas y cerveza europea y compartimos un buen brindis, a pesar de los reproches de mi cónyuge, que era y es una madre dulce y protectora.
Confieso, pues, que soy cervecero; yo diría que veterano en las virtudes de Gambrinus. Con esos atributos paso a contarles lo que sigue:
Muy complacido de que Cervecería Boliviana Nacional haya lanzado al mercado la afamada leche de rubia belga Stella Artois, ingresé ayer por la tarde a un café de nota y de inmediato cometí un desliz. Pedí una botellita de cerveza Stella Artuá. La jovencita que atendía me miró perpleja y tuve que aclararle: "Perdón, una Stella Artois".Mi buen amigo Ariel Gamboa se rió, socarrón, y acabamos tramando un spot publicitario que apunto a continuación:
Una modelo sensual y poco vestida aparece en la pantalla con una botella de la famosa cerveza de Leuven y dice:
Un menash-a-truá /Con mi amado Valuá / Y una cerveza Stella Artuá / ¡Yo le vuá!
El problema es que a veces el francés suena extraño a nuestros oídos. Quizá entonces sea mejor pronunciar a la criolla, en cuyo caso el spot cambiará de este modo:
Un menaje a trois / Con mi amado Valois / Y una cerveza Stella Artois / ¡Jay Oys!
Digo, es nada más una sugerencia.
Invitado: Anónimo
Invitado: Anónimo
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ALAS
U |
na mañana me senté en un prado, qué digo, en un pequeño rectángulo de pasto de una casita, y mi nieto Ale me pidió que le contara un cuento. No se me ocurría ninguno y le ocasioné una molestia: le parecí una persona aburrida. Mi otro nieto se llama Antü y me puso el apodo de Chistoso porque solía improvisar cuentos y juegos de palabras. “Yo quiero sentarme al lado del Chistoso”, es uno de los mejores elogios que me dedicó. Sin embargo de mi fama, aquella mañana no pude contarle un cuento al Ale.
Poco después, el Ale jugaba con otros niños mientras yo rumiaba el tema sentado a la sombra de un molle viejo, de ésos que todavía se conservan en la Urbanización El Castillo, donde ocurrió todo esto. Si hacía memoria, bien pude haberle dicho que este parquecito antes no existía, porque la erosión había avanzado desde la barranca del río hasta muy cerca del almacén comunal, de modo que el frente de mi casa no daba a este parquecito, sino a un tremendo foso que evitábamos cruzar. Le hubiera dicho que su papá, mi hijo Ariel, a sus siete años, coleccionaba alacranes, que caminaban libremente entre los pedregales del barrio que ahora son jardines, y que tenía una curiosa afinidad con los bichos, porque no sólo cazaba mariposas sino también avispas, ninaninas, arañas y víboras, que también abundaban en este barrio suburbano. Podía despertar su interés contándole que una vez el Ariel hizo un viaje, y cuando llegó, se le salían los ojos de ilusión al mostrarme lo que me había comprado: una tremenda apasanca peluda y disecada. Quizá me hubiera atendido más si recordaba el regocijo de la Aurora, que era una cholita muy linda, cuando el Ariel llegó a la casa con una culebra viva que él tomaba delicadamente por la cabeza y por la cola. Pude haber omitido el absurdo impulso de cólera que me hizo ordenarle que la matara de inmediato, cosa que el Ariel ejecutó sin demasiados escrúpulos y con una destreza insospechada. En fin, que la Aurora me había rogado de inmediato que le regalara la culebra para picarla en trocitos y hacerla charque; y que, una semana después, me sorprendió un tufo de fritura en la casa, y cuando entré a la cocina, vi a la Aurora comiendo el charque de víbora junto al Ariel, a su hermano Manuel y a la pequeña Raquelita, mis tres hijos, que saboreaban el charque de víbora como si fuera un pastel de fresas.
¡Tantas cosas pude haber contado y me callé! La Urbanización ya tenía cuatro generaciones; yo pertenecía a la segunda; el cerro de San Pedro estaba muy próximo, y los fines de semana subíamos temprano, hasta la cumbre, y luego bajábamos al río a bañarnos en las pozas. Mis padres, que todavía vivían, llevaban un pollo al horno y fruta; mi viejo se llevaba una botella de chicha, de contrabando; un amigo suyo se untaba el cuerpo con lodo y se dormía al sol hasta convertirse en el Monstruo de la Laguna. Luego se sumergía en la poza y salía sonriendo como un chiquillo…
No le conté nada al Ale y el dolor tenue de este recuerdo me duró par siempre. De esto pasan más de veinte años en los cuales he tenido cientos de motivos para recordar aquella escena y, más aún, las conjeturas que me hice sobre la posibilidad de haberle propuesto que imagináramos juntos alguna ruptura de esta realidad gris en que nos tocó vivir. Por ejemplo, cómo sería la vida si nos crecieran alas, una obsesión que comenzó a llenarme la cabeza a medida que me volvía viejo y pesado. Qué lejos estaba de saber que aquella conjetura era una premonición, y que pronto ocurriría una mutación genética que es el tema de estas confidencias.
Hoy sonrío al decir estas cosas, sobre todo al ver al Ale y al Antü cuando se posan bellos y gallardos a la entrada de mi nido, y pliegan sus alas mientras me miran con sus ojos llenos de inmensidades y lejanías. ¡Cómo ha cambiado la vida en estas dos décadas!
Omití decir que soy médico familiar, pues nunca obtuve ninguna especialidad, que me llamo Ramón y que mantengo un consultorio en casa, donde rara vez ingresa un paciente. Como decía, a raíz del fiasco de mi nieto, se me hizo una obsesión darle vueltas a la posibilidad de que hombres y mujeres tuviéramos alas. Aun en mi consultorio de médico familiar, permanecía absorto dándole vueltas al asunto, hasta que un día ingresó Camila, una jovencita a quien había visto bailar danza contemporánea, y aun más, la había fotografiado en medio de su troupe, creando sin querer un espacio vacío en el cual Camila, por efecto de la perspectiva, parecía un ave que volara en la oscuridad del escenario.
Camila se quejó de fiebre y somnolencia. Dos semanas antes había sentido un bajón en sus energías, que le perjudicaba en los ensayos. Había perdido el apetito y usualmente prefería dormir a sentarse a la mesa; pero tenía que salir de su casa cuando sonaba una alarma digital que le indicaba la hora del ensayo. Amaba la danza y se olvidaba de todo, hasta de comer, pero luego volvía fatigada a su casa y solo quería dormir.
Le pregunté si había registrado algún otro síntoma, y me dijo que le habían crecido unas protuberancias en la espalda, a la altura de los omoplatos, que le dolían de forma leve pero persistente.
Le pedí que se desnudara y me coloqué en el cuello el estetoscopio para escuchar los latidos de su corazón. Cómo sería de tierno su corazón, que en lugar de latir cantaba. En realidad, cantaba sin letra; repetía notas de una melodía cálida, envolvente, plena de amor. Iba a escuchar sus pulmones cuando quedé mudo ante las protuberancias de sus omoplatos: o yo no había visto nada maravilloso en la vida, o esas protuberancias eran alas de pájaro, todavía apenas revestidas de plumas, pero alas al fin.
Involuntariamente, las acaricié. En efecto, esas pequeñas alas estaban revestidas con la pelusa que cubre la piel de los polluelos. Una pelusa blanca, reluciente, que parecía tener gotas de rocío. Las toqué y le pregunté a Camila si sentía dolor. Me dijo que no, que más bien le encantaba sentir mis manos en esa parte de su cuerpo.
Repetí mentalmente “de su cuerpo” y me estremecí: por la salvación de mi alma podía jurar que aquello era una mutación genética, y que Camila se estaba convirtiendo en una criatura alada.
Le recomendé que no contara a nadie el asunto y que volviera en un par de días. Le receté aspirinas para la fiebre y la tranquilicé diciéndole que esos ojos brillantes y esa mirada plena de ternura no podían indicar otra cosa que una vida llena de amor y de salud.
Esperé unos días en los cuales me olvidé que Camila debía regresar al segundo día, pero tuve que recordar la cita porque de pronto me llamó Ariel, mi hijo, para decirme que el Ale había amanecido con un dolor en la espalda y casi de inmediato me lo trajo para que lo examinara. Debo decir que, por intuición, no necesité preguntarle qué le pasaba. Una vez que se quitó la polera le examiné directamente los omoplatos, tan sólo para comprobar, maravillado, que el Ale tenía unas alas recubiertas de pelusa amarilla. No acababa de despedirlo cuando entró Manuel, mi otro hijo, llevando de la mano al Antü ¡con el mismo problema!
Una vez solo, me dije que tres golondrinas no hacen primavera y, consiguientemente, dos casos aislados no hacían una epidemia. Esa noche salí a una presentación del grupo de Camila. Minutos antes, apuré un par de whiskies frente al teatro, de modo que, al sentarme en mi butaca, tenía los vasos dilatados y una sonrisa de felicidad sin motivo. Como nunca me conmovió la danza contemporánea, especialmente ver a Camila, que era fina y sutil como un suspiro, pero la vida la había dotado de una energía y una expresividad que abría o adelgazaba el espacio escénico según los latidos de su corazón. No eran menos sus compañeras, en especial Carmencita, a quien a ratos me parecía verla volando o levitándose a centímetros del piso.
Me sentía tan contento que las visité en los camarines para hablar con Camila y decirle que nada malo podía ocurrirle si danzaba con la levedad de una hoja al viento. La besé en la frente, apreciando la humedad del esfuerzo que había desplegado, cuando apareció Carmencita y se acercó para pedirme una consulta urgente.
La miré con indulgencia y, adelantándome a sus confidencias, le toqué la espalda: tenía las mismas protuberancias que Camila.
En las semanas siguientes, los casos se multiplicaron de tal forma que el Ministro de Salud puntualizó su alarma, en una vaga declaración pronunciada en la capital, a cientos de kilómetros de donde vivimos. ¡Dios sea loado!
Hasta entonces tenía cinco casos, de tres mujeres y dos niños, que podían llevarme a la conclusión de que el fenómeno era una cuestión femenina o infantil; pero entonces me visitó Tulio, compañero de danza de Carmencita y Camila, a quien le parecía divertido mirarse en el espejo y mostrarme una facultad nueva: la de mover a voluntad esas pequeñas protuberancias que le habían brotado en ambos omoplatos.
Por fin, una tarde me visitó Camila y me saludó con una sonrisa radiante. Ejecutó un paso de danza mientras se quitaba la blusa y entonces me mostró algo maravilloso: las alas le habían crecido en forma tal que intentó volar ¡y lo hizo! Revoloteó ante mis ojos atónitos alrededor del cuarto, y luego, para darme una prueba contundente, salió por la ventana abierta, se detuvo como a treinta metros, me mandó un beso volado y se fue más allá del horizonte.
Así comenzó una mutación genética que afectó a todos, y, por supuesto, a mis nietos Ale y Antü, incluso a mí mismo. De pronto comprobamos que ya éramos miles de hombres y mujeres a quienes nos crecieron alas, y que la vida se había llenado de una alegría nueva y unos hábitos insospechados, como el de volar, para no ir más lejos.
Volando, comprendimos que la belleza existe a pesar del género humano. Por afinidad recién contraída, volamos a abrir todas las granjas avícolas y soltamos a todas las especies aladas; intervenimos los zoológicos y liberamos a miles de mamíferos y aves y saurios y serpientes. Clausuramos una planta de pesticidas y dejamos a millones de insectos y gusanos que deambularan a su arbitrio.
Aquello mudó nuestras costumbres, el contenido curricular de nuestras escuelas, colegios y universidades, las políticas municipales, las estrategias gubernamentales y, por debajo de todo ello, las relaciones humanas, que se transformaron en una relación entre seres alados. Pero el impacto mayor lo registramos en nuestros hábitos alimenticios. Creo que alguien registró la última vez que se encendió fuego para cocinar, porque luego desechamos para siempre esa práctica: cocer y, peor aún, asar carne y vegetales se volvieron actividades, quién lo iba a suponer, primitiva, cuando antes las considerábamos la fundación de la cultura.
Se suspendieron las prácticas pecuarias y agrícolas, pues instintivamente nos repugnó comer carne y cocer vegetales. La vista se nos aguzó y el mundo, allí abajo, se reveló como una galaxia infinita de granos alimenticios de toda especie. Como es de suponer, recordamos al unísono ese versículo de la Biblia que habla de las avecillas del campo, que no se afanan en buscar alimento porque ahí está, en los granos, en los frutos, en el néctar de las flores, en las hojas tiernas de los vegetales. Superada la era del fuego, la realidad se volvió un mundo crudo y propicio a la libertad; la vida se convirtió en un grito de liberación frente al trabajo; ya nadie necesitó dinero y se cerraron los mercados y tiendas de toda especie. Se encogieron los puentes (como lenguas heridas), se agrietaron las autopistas, se cerraron las cementeras, los aeropuertos, las terminales de buses. Se despoblaron casas y edificios y la naturaleza brotó por todos los resquicios que se abrieron en los muros construidos por los hombres.
La naturaleza, librada a sí mismo, acabó con el uso de viviendas, muebles, utensilios, relojes, mesas y sillas; se ensañó con las máquinas, las computadoras, los vehículos; y, de pronto, la gente decidió rescatar los objetos de arte más sutiles, los libros de lectura inolvidable, pero, sobre todo, la música, los instrumentos de música. Sin embargo, años después la gente alada prefirió cultivar la voz, como el más sutil de los instrumentos musicales, y se formaron coros mixtos con las aves canoras más inverosímiles que, de pronto, se congregaron junto a nosotros porque ya no tenían temor de que las enjauláramos o, peor aún, las comiéramos.
Invitado: Anónimo