Vacaciones

Por vacaciones de los respectivos autores en diferentes países, este blog permanecerá en hiatus hasta proximo aviso.

Más sobre el Blog Clandestino

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Raúl me cuenta la historia de su hermano Arturo quien reside clandestinamente en Barcelona; dejó la carrera de Administración de Empresas y ahora trabaja en la caja de un micromercado del Poble Sec; sin embargo, como dice Raúl, su hermano está convencido de que hizo lo correcto.
Raúl me envió una nota titulada "José y Woody" acerca de su hermano, quien tuvo que " abandonar su inestable arca de Noé laboral por cuestiones de legalidad, y tomarse dos meses de vacaciones obligadas para que sus jefes esquiven las obligaciones laborales de contrato." En los mercados de trabajo, el más fácil pero más duro es el de "cargador de mudanzas", sólo para ilegales. Acabó por engancharse como asistente de utilería, es decir, para armar y desarmar escenarios de filmación.
Arturo, hincha de San José y devoto de la cerveza Huari, comenzó a enviar dinero para sus papás Habló y se lo notaba contento con su nuevo trabajo eventual, en particular por el director de la película, que se filmaba en una playa de la Barcelonesa, que los trataba muy bien y continuamente decía cosas humorísticas. La sorpresa vino cuando Arturo agregó: "Además creo que es medio famoso en Hollywood. El otro día hicieron todo un especial en varios canales de Barcelona sobre él, es un tan Woddy Allen".
"La jeta se me cayó metro y medio, mi ídolo estaba ahí casi diariamente en el mismo espacio que mi hermanito, el mismo que prefería ver la zaga completa de Terminator a una película de Bergman, y así es la vida –agrega mi amigo--. "Traté de explicarle fanáticamente lo afortunado que era, de hacerle entender que disfrute de su trabajo, que si hay un director con una tremenda capacidad para convertir las ciudades en el personaje principal de sus películas era Woody y que la "Carcelona" de la que José me hablaba en sus cartas se tornaría en la probeta fílmica de Woody Allen en un fabuloso escenario urbano que quisiera que disfrute, de un tiempo en que él era joven e indocumentado. Sencillamente él no podía comprender mi felicidad, al final me dijo: "hermano, te voy a conseguir algo de él", le implore: róbate el sombrero!
Y continúa: "Ya José volvió a su trabajo en el micro mercado, y de aquella experiencia cinematográfica solo guarda lo guapa que era una gringuita, que según yo debe ser la Scarlett Johansson, la nueva musa de Woody. Estoy seguro que por más cosmopolita que yo sea, que haya conocido un puñado de gente que hizo historia, mi hermano José es la celebridad de mi familia, para mí. Gracias a él puedo presumir en alguna tertulia sobre mi hermano que trabajo con Woody Allen, cosa que es la pura verdad; de la misma manera que para ponerme interesante le digo a alguna chica bonita que yo canté con Silvio Rodríguez, cosa que lo juro por dios es cierto, aunque claro, no suelo decir que el cantaba en el escenario y yo cantaba junto con él, desde el publico.
En los talleres de escritura le gusta repetir a don Ojo de Vidrio aquello de que la realidad supera a la ficción, va ven que es cierto, sólo se trata de hacer experimentos con la verdad y el azar. Y ya ta." Firma Raúl Álvarez Ortega. El texto completo pueden leerlo en http://blogextremo.com/clandestinoboliviano

Un chino que come ranga

BUENA LECHE

Un chino que come ranga

No lo podía creer, pero era cierto: a mi vista, el ciudadano chino Aladino Yu devoraba una ranga colorada en "La Barca", institución cochabambina ubicada en el corazón de Santa Cruz, el barrio de Siete Calles.

En efecto, Aladino Yu es chino. Habla el castellano con ese acento peculiar de los herederos de esa cultura milenaria y su pasión por la ranga boliviana es de tal magnitud que acostumbra comprar ranga para llevarle a su hijo que vive en los Estados Unidos.

Aladino Yu viaja constantemente a ver a su hijo, en realidad a toda su familia que se fue a radicar a los Estados Unidos; pero él no cambia Santa Cruz por ninguna capital del mundo. Y todas las mañanas visita "La Barca" y pide regularmente una ranga colorada, que come con deleite.

Curiosamente el dueño de "La Barca" es mi amigo y paisano Jorge Caero Soto, a quien desde chiquito le pusimos en el barrio el apodo de Chino, como firma sus graciosos artículos en el semanario Número 1, de Santa Cruz. Sólo el Chino Caero podía conseguir que un ciudadano chino se antoje ese platillo heredero de los callos madrileños, que es una de las mejores especialidades que salen de las manos de la buena y dulce esposa de mi amigo Chino.

Ver para creer: Aladino Yu me habló con gran entusiasmo. Me dijo que él llevaba regularmente ranga de "La Barca" a los Estados Unidos porque su hijo le reclamaba ese gustito. En tono divertido se quejó de que el Chino Caero no quiere darle la receta de la buena ranga, porque Aladino Yu tiene el propósito de abrir un restaurante en los Estados Unidos, cuya especialidad sea este platillo nacional que se hace con la panza de la vaca.

Por supuesto que ha intentado preparar ranga, pero su hijo, que es el mejor juez, se queja de que le sale mal, que es muy fea, que en todo caso no tiene el delicioso sabor de la ranga original que se sirve en "La Barca".

El Chino Caero lo escucha a Aladino y sonríe. Evita darle la receta de la ranga y le sugiere que se vaya al fondo, a hablar con su esposa, a ver si ella quiere revelarle este secreto de familia.

Llegué por un par de días a Santa Cruz y repetí el rito de siempre: no tendría sentido mi viaje si no visitara a mi viejo amigo de barrio, con quien literalmente me crié. En eso se me va el gusto de visitar esta noble tierra donde por primera vez vi un chino que comía ranga ranga.

¿Por qué se llama Aladino? Porque tenía una tienda que se llamaba así. Le añadió su apellido Yu y ese es ahora su nombre oficial.

En Cochabamba hay un silpancho muy interesante que prepara un chino que tiene fotografías con Maradona, porque es su fan. Me llamó la atención ver una mesa de chinos comiendo silpancho, y más aún el comentario del dueño del local que pensaba exportar este platillo cochabambino a China Continental. Pero ver a un chino comiendo ranga ranga, batió todas las expectativas que tenía de ver cosas extrañas en este mundo.

Odiar me da flojera

Odiar me da flojera

Cuando era joven y aún hacía daño, una mujer, que fue algo más que mi amiga, me dijo: "Debería odiarte, pero me da flojera". Es la lección más útil que he recibido en medio siglo.

Aunque uno ame con todo el hígado, necesita algún espacio para sí mismo. Uno tiene cierta zona de soberanía a la cual no permite acercarse así nomás al prójimo; pero de pronto uno se enamora y otra persona nos invade la zona, nos quita intimidad, se vuelve parte de nuestro espíritu y de nuestra carne. Amar es declinar el dominio propio sobre nuestra zona de soberanía; pero, aun así, uno entiende por qué Silvio Rodríguez canta: Si me levanto temprano / fresco y curado / claro y feliz / y me digo: Voy al bosque / para aliviarme de ti… Amar nos exige algún respiro, una copa, un partido de fulbito, un libro o un disco a solas, una tertulia con los amigos. En cambio, odiar…

Odiar no te da respiro. Si a media noche despiertas, lo primero que se te viene es la certeza de que odias. No debes olvidar que odias. El amor es menos tenaz, menos constante que el odio. El amor no es tan obsesivo como el odio; puede ser una adicción, pero jamás una posesión diabólica como el odio. El amor nos reconforta llenándonos de aire puro; el odio nos ahoga, nos asfixia. El amor es llama doble: es llama azul de serenidad o roja encendida de pasión; el odio es pura pasión. El amor nos depura; el odio nos intoxica.

¿Para qué odiar, entonces? ¿Para ocupar el alma, el hígado, las entrañas a tiempo completo?

A veces el odio parece inevitable: uno trata de odiar con todas sus fuerzas al torturador, al usurpador, al traidor, al solapado, al artero, al extorsionador, al impostor… pero se necesita mucho tesón, muchos riñones para odiarlo como se debe, a toda hora, constantemente. Y no hay nada que valga menos la pena de ser constante que el odio.

Es hermoso ser constante y tenaz en la creación porque la creación es un acto de amor. Pero el odio no crea, destruye; no construye, demuele. El amor es el ascenso; el odio, la caída. El amor no es un sentimiento solitario, pues camina acompañado de la alegría, de la solidaridad, de la generosidad, de la actitud de dar a manos llenas. El odio tampoco es solitario, pues anda del brazo con el rencor, la envidia, el insomnio, el reconcomio, la ira. ¿Hay alguna razón para convivir a toda hora con estas criaturas grises y sombrías?

Amar desvela dulcemente y luego conduce al "cine de las sábanas blancas", a los dulces sueños. El odio, en cambio, es la semilla del insomnio. El lecho del amor es tibio y perfumado; el del odio, es una estepa helada y percudida de la hiel de las pesadillas. Quien ama comparte pan y lecho con la persona amada; quien odia se condena a rumiar sus rencores y a desvelarse solo.

Unas cuanta razones para vivir tranquiiiiilo, güey, a cubierto de sentimientos inútiles que agrían el mejor vino, tornan desapacible el buen humor o malogran el mejor carácter.

LA TIRANA, ahora en Santa Cruz






LA TIRANA, ahora en Santa Cruz



600 días, 3.600 horas, 72.000 rolas, cientos de amigos, un chingo de chelas, un solo lugar, LA TIRANA, 16 de octubre de 2007.


Así resume Ariel Rocha Escóbar el historial de LA TIRANA en su aniversario. Y para festejarlo, acaba de abrir LA TIRANA en Santa Cruz, en la calle La Paz 457 entre Republiquetas y Salvatierra, a pasos de las Torres Cainco, en un local espacioso y decorado con esa propuesta nueva, latina y cálida, que es característica de este centro de cultura y esparcimiento. LA TIRANA está decorada con obras gigantes del pop art latino con imágenes mexicanas como las que ilustran esta página, diseñadas por Carlos Mendoza, el artista plástico mexicano hoy afincado en Santa Cruz, que ilumina las imágenes de Frida Kahlo, El Santo, Huracán Ramirez, Blue Demon, la Virgencita de Guadalupe o las figuras populares de la lotería. Pop latino, rock latino, alegría solo vista en Coyote Ugly pero en versión latina, esas son las razones del éxito que tiene LA TIRANA entre la juventud cochabambina y ahora de Santa Cruz.


Cerveza Stella Artois



Cerveza Stella Artois

Europa a ratos parece un barril mítico de la mejor cerveza del mundo. Mejor, de las mejores cervezas del universo. Entre ellas, las belgas son famosas cervezas.

Recuerdo que cierta vez llegué a la Gare du Nord, en Bruselas, y de inmediato me encandilé con una cerveza negra y espesa, de barril, que servían en unos cristales muy grandes. Pedí una y después de los cinco primeros sorbos sentí muy clarito que la mirada se me ponía oscura. Un amigo me dijo que los ojos se me habían vuelto bizcos, y cuando recuperaron su ubicación, yo viajaba por la estratosfera con una sonrisa de estúpido que no se me quitó en el resto del día.

En otro viaje me invitaron a una cervecería enorme donde había 300 variedades del dulce néctar de cebada provenientes de cinco continentes. Busqué ávidamente Amérique du Sud y encontré nuestra afamada Paceña, pero no la pedí por razones que ustedes comprenderán. Mi aparcero me había propuesto probar tantas marcas como aguantara nuestro organismo. Él corría con la cuenta.

Creo que llegamos a quince marcas o quizá probamos más, pero es algo que se borró irremediablemente de la memoria. Sólo recuerdo que, al día siguiente, mi cabeza estaba en su lugar y escuchaba trinos de pájaros en medio de los árboles deshojados por el invierno.

Jamás voy a olvidar una película europea que transcurre en una aldea cervecera donde todos, ancianos, jóvenes y niños, consumen cerveza y comen a lo largo de toda la cinta. Al inicio se ve una rubia bellísima en bicicleta, que pasa a orillas de un grupo de ancianos en amable plática a bordo de unos chops incitantes. Uno de ellos la saluda y le ofrece un chop tremendo y la bella rubia se lo toma, pero no la mitad ni dos tercios (como ahora parece estar de moda) sino el chop entero. Mis hijos mayores eran todavía pequeños, pero, aun así, al influjo de la película me dirigí a un supermercado, compré salchichas surtidas y cerveza europea y compartimos un buen brindis, a pesar de los reproches de mi cónyuge, que era y es una madre dulce y protectora.

Confieso, pues, que soy cervecero; yo diría que veterano en las virtudes de Gambrinus. Con esos atributos paso a contarles lo que sigue:

Muy complacido de que Cervecería Boliviana Nacional haya lanzado al mercado la afamada leche de rubia belga Stella Artois, ingresé ayer por la tarde a un café de nota y de inmediato cometí un desliz. Pedí una botellita de cerveza Stella Artuá. La jovencita que atendía me miró perpleja y tuve que aclararle: "Perdón, una Stella Artois".Mi buen amigo Ariel Gamboa se rió, socarrón, y acabamos tramando un spot publicitario que apunto a continuación:

Una modelo sensual y poco vestida aparece en la pantalla con una botella de la famosa cerveza de Leuven y dice:

Un menash-a-truá /Con mi amado Valuá / Y una cerveza Stella Artuá / ¡Yo le vuá!

El problema es que a veces el francés suena extraño a nuestros oídos. Quizá entonces sea mejor pronunciar a la criolla, en cuyo caso el spot cambiará de este modo:

Un menaje a trois / Con mi amado Valois / Y una cerveza Stella Artois / ¡Jay Oys!

Digo, es nada más una sugerencia.

Historia del lápiz y la pluma de escribir





Historia del lápiz y la pluma de escribir
Me parece injusto que yo, mísero mortal, escriba en este teclado tan fino mientras el Profeta escribió el Corán en omoplatos de carnero y Dante tomó apuntes para La Divina Comedia en tablillas de cera y San Agustín escribió su Civitas Dei en papiros.
Hace un par de días la prensa publicó una crónica sobre un manuscrito de miles de años, que es el más pesado, grande y voluminoso, y sus páginas, que son pergaminos, sumaron las pieles de 175 bueyes.
Un capítulo todavía vigente de esta leyenda es la historia del lápiz. Poetas como el cubano José Lezama Lima se deleitaban escuchando, en el silencio de trasnoche, el rasguido leve del lápiz en el papel donde escribían sus poemas. El inventor del lápiz era francés y se llamaba Jacques Conté. Lo fabricaba usando una mezcla de grafito, polvo, greda y arcilla. Se comprimía la mezcla en varillas delgadas, llamadas minas, y se las hacía calzar en ranuras talladas en una madera. Una vez calzadas, se buscaba otra mitad de madera para juntarla a la anterior, aprisionando la mina del lápiz, procedimiento que se usa hasta hoy, pero ya no a mano sino en máquinas sofisticadas. Las minas de lápiz tienen secretos muy bien guardados, que son el orgullo de grandes fábricas como Swan o Faber Castell.
Se dice que este invento precedió en un siglo a la pluma de ganso. Las plumas de ganso debían tener en la punta un corte cuidadoso al sesgo hecho con una pequeña navaja que hasta hoy se llama “cortaplumas”. En las cancillerías había expertos en cortar plumas, y su misión era aprontar cientos de éstas para uso de los amanuenses de turno, que al mismo tiempo eran calígrafos. La Enciclopedia Británica dedica un jugoso artículo a la clasificación de caligrafías a lo largo de la historia.
La pluma de acero –la “pluma cucharita”, de la cual habla con nostalgia Julio Cortázar--, ya fueron conocidas por los , que las fabricaban de bronce y cobre, y aunque eran de mayor duración que las plumas de caña, no tenían su elasticidad, por lo que en la Edad Media cayeron en desuso. Notable progreso fue el empleo de la pluma de ave, aunque parece ser que en Alemania no entraron en uso hasta bien entrado el siglo XV, y que reemplazo por completo a la pluma de caña.
Al parecer, la plumilla fue inventada en el siglo XVIII por un mecánico francés llamado Arvaux, aunque otros atribuyen el invento a Luis Senefelder nacido en Praga en 1772 y muerto en Munich en 1834 inventor de la litografía, fue el que tomo esta iniciativa, con objeto de escribir en la piedra litográfica. Construyo una plumilla, de un fragmento de una cuerda de reloj (lamina o fleje de acero estrecha de unos 5 m/m enrollada en espiral) cortado en ángulo recto cilindrado luego y separada la punta en forma de gavilanes (gavilanes, cualquiera de los dos lados de la punta de escritura de la plumilla de escribir)
Hay una cantidad muy grande de marcas y modelos, hay un tipo diferente para cada clase de escritura, o clase de letra, o dibujo y de muy diferentes anchos, incluso con puntas especiales para personas que usan la mano izquierda para escribir.
Posteriormente la maquinaria hizo grandes progresos y se construyeron maquinas para el corte exacto y seguro de las plumas, con lo cual se economizó a los escribientes una gran parte de su trabajo.
La maquinaria siguió prosperando y en 1808 Bürger de Königeberg tuvo la feliz idea cortar en pequeños fragmentos el cálamo de la pluma de ganso, dando a cada uno de estos fragmentos la forma puntiaguda de la pluma, adaptándolos a sendos mangos o palilleros. Mas tarde tuvo también la feliz idea de hacer plumillas de acero, pero su invento no cuajo, hasta que en 1830 se empezó en Inglaterra la elaboración de las plumillas metálicas de acero generalizándose su uso en la segunda mitad del siglo.
Más tarde los fabricantes ingleses, tomando por modelo la de Senefelder, construyeron las primeras plumillas de acero en serie.No obstante estas plumillas, resultaban muy costosas y por otra parte, no daban tampoco completa satisfacción por duras y falta de flexibilidad.
En 1820 el ingles Joseph Guillott empezó la fabricación de estas clase de plumillas de acero empleando ya sistemas y maquinas de cortar, marcar, combar y pulimentar más modernas, semi automáticas con lo cual se mejoró notablemente la calidad y sobre todo abaratando mucho el coste de las plumillas. Con el conocimiento de estos progresos, hicieron en otros países gran numero de pruebas y trabajos, los cuales condujeron paulatinamente a la construcción de las plumillas de acero.F. Soennecker, industrial alemán nacido en 1842, "Iserlohn" se dedico a la pluma de escribir y toda clase de objetos y útiles para la escritura. En 1875 construyó una fabrica, que más tarde ampliaría y seria una de las más importantes de su genero. Fue también escritor, dedicado a asuntos relacionados con la escritura y la caligrafía a la que dedico toda su vida. A su muerte en 1910, le sucedió su hijo Alfred que aumentó la producción, e introdujo nuevos productos, y la empresa adquirió mucha más importancia. (www.plumasmetalicas.com).
En 1826, un inventor llamado Masson diseñó una máquina muy ingeniosa. Las plumas de ganso habían sido utilizadas durante dos mil años. Las plumas-cucharita tuvieron vigencia hasta la invención de la “plumafuente”.
Los de mi generación usamos todavía en la escuela estas plumas, con las cuales trazábamos rasgos finos y gruesos, llamados “caligrafía inglesa”. Debíamos ir al colegio con un canuto para calzar las plumas y dos colores de tinta: roja y azul, con los consiguientes estragos que provocaba el tintero caído en nuestros cuadernos y nuestros mandiles blancos.
Mientras estuve en La Paz, fui con frecuencia a la Librería Gisbert, donde me prometieron buscar en sus depósitos, a ver si habían quedado plumas y canutos. Lamentablemente se agotó el stock. ¿Quién no guardaba, por entonces, estas delicadas plumas en su estuche de colegio? ¿Quién no lamentó que la punta se doblara por alguna travesura? ¿Quién no exhibió las más finas que se compraban en las mejores librerías? Las tareas de entonces demandaban un cuidado extremo para no volcar el tintero, y el uso de papel secante para que la página húmeda no manchara el trabajo. Pagaban los dedos de la mano, siempre manchados de tinta, esa sustancia ominosa, a diferencia de las teclas inmaculadas que en este momento utilizo.

Queridísimos compatriotas inmigrantes:





Queridísimos compatriotas inmigrantes:

VER: http://blogextremo.com/clandestinoboliviano



Me llamo Ramón Rocha Monroy y me dicen Ojo de Vidrio. Soy inventor del ch’akigrama, con el que se divertían sus padres, trabajé mucho tiempo en el diario Los Tiempos y ahora soy columnista del diario OPINIÓN y de http://www.bolpress.com/, y quiero ponerme al servicio de ustedes.

Mi propósito es abrir un espacio común para que todos cuenten sus testimonios de vida, para que relaten sus penas y alegrías, sus quejas, sus encargos a los familiares que se quedaron en Bolivia. Quiero ayudarles a escribir sus experiencias y a comunicarlas a todo el Planeta. Quiero que me encarguen visitar a sus padres, abuelos, hermanos, parientes, para tomarles fotografías, compartir con ellos y escribir noticias sobre ellos. Quiero, en fin, que ustedes sientan que aquí en la Patria hay una mano amiga, un viejo periodista que quiere contar todo lo que les pasa tan lejos de nuestra tierra; quiero mandarles comentarios, sabores, aromas, sonidos de nuestra Patria, y volcar mi experiencia como escritor y periodista para transmitirles CONSEJOS PARA ESCRIBIR (MÁS) MEJOR.

Necesito que me escriban, que me envíen sus e-mails, que me cuenten sus experiencias, con nombre y apellido, con seudónimo o anónimas, no importa. Todos somos bolivianos, aunque vivamos lejos de la Patria. La Pachamama es TODA la TIERRA, y como hijos de la Pachamama, tenemos el derecho de vivir en cualquier rincón del Planeta donde consigamos trabajo, ingresos y una vida digna. Somos ciudadanos del mundo porque somos hijos de la Tierra, de la Pachamama.
Como dice Manu Chao:

Me dicen el clandestino
Por no llevar papel
Pa' una ciudad del norte
Yo me fui a trabajar
Mi vida la dejé
Entre Ceuta y Gibraltar
Soy una raya en el mar
Fantasma en la ciudad
Mi vida va prohibida
Dice la autoridad
Solo voy con mi pena
Sola va mi condena
Correr es mi destino
Por no llevar papel
Perdido en el corazón
De la grande Babilón.

¡Un fuerte abrazo!!!!

Si uno pudiera escribir así...


Si uno pudiera escribir así…

La lectura de los artículos de Carlos Medinaceli es una lección de estilo ensayístico y periodístico. ¡Cómo combina la amable ironía, el lenguaje cotidiano y, sin embargo, preciso, y la libertad de pensamiento! En los años 50, el Ministerio de Educación y Bellas Artes publicó "Páginas de vida", colección de artículos de prensa del gran escritor; Werner Guttentag incorporó la antología "Medinaceli: Escoge" en la Enciclopedia Boliviana con prólogo de Héctor Cossío Salinas y Mariano Baptista Gumucio le dedicó un libro ágil, antológico y biográfico. Cuando Alfredo Medrano y este servidor iniciamos nuestro trabajo de columnistas, consultamos uno y otro artículo de Medinaceli a ver si se nos pegaba algo de su bonhomía y amabilidad.
Los prosistas bolivianos en la época del Modernismo

Por Carlos Medinaceli

Ninguna aventura más gustosa, más ocasionada a deleitosas sorpresas y edificantes descubrimientos, que una excursión, por vía de paseo rural, antes que de exploración bibliográfica, por las revistas nacionales del tiempo pasado. A lo mejor lo coje uno por ahí a don Abdón Saavedra en flagrante delito de “poeta romántico” publicando unos versos a “la amada”, (¿quién sería la pobre?) que, francamente, merecen la pena que para las malas metáforas pedía Heine, diez años de presidio, o, lo que es peor, a don Ricardo Martínez Vargas, el notable financista, el rígido hombre de los números, haciendo… ¿sabéis qué…? Horresco réferens: atrósticos…

Perdonad el lapsus cálami: he querido decir acrósticos. Hay políticos, hoy notables; sesudos jurisconsultos; respetables padres de familia y de la patria, que en aquellos dichos tiempos, a quien los antiguos daban el nombre de dorados, solían tener sus citas, clandestinas, cln las Musas. Pero estas Musas les jugaban una mala pasada; les soplaban al oído los versos del otro: hay quien firma un hermoso “triolet” de Gonzáles Prada como suyo, o hay el que quiere nuevamente diazmironizar y nos vuelve a repetir aquello de que él es “el león que ha nacido para el combate” y, la otra, “la paloma para el nido”, o que “hay plumajes que pasan por el fango y no se manchan”. Bella imagen con la que, evidentemente, alude a los políticos bolivianos. Estos, en su generalidad, tienen de estos plumajes. Pasan por todos los partidos. Y no se manchan.

Oh, el encanto, las sabrosas enseñanzas, las deleitosas sorpresas, que nos brindan los papeles viejos.

Empero, antes, es de contar el origen de este mi amor epistemológico. El caso es que, en Potosí, cuando se muere un hombre de esos raros que tienen la costumbre, mala, por supuesto, pésima, de coleccionar libros, hasta organizar lo que allí llaman “Librería” –que en otras partes dicen “Biblioteca”—lo corriente es que los deudos queden pobres y, lo peor, con un clavo encima, la “Librería” del papá o del esposo difuntos. Y como también, es lo frecuente, tienen que cambiar de casa, no sabiendo qué hacer con los tales libros, folletos “y tanta papelería” del papá o del esposo, los hijos o la viuda, deciden vender los folletos y papeles por arrobas, a las chancaqueras, ancuqueras, bizcochueleras, mantequeras y demás gente que necesita “papeles que no sirven”, para envolver en ellos lo que sirve para el regalo del paladar como son los ancucos y el bienestar del estómago, como es la manteca.

En mis tiempos, la arroba de estos folletos y papeles se vendía a razón de Bs. 4.- la arroba. Ahora debe ya haber subido. Cuanto a los libros, se los vende según la pasta y el volumen, al tanteo. Las viudas de los intelectuales no es que no sepan leer, generalmente, sino lo que pasa es que, por adquirir aquellos librados, --obra del diablo según dicen los Jesuitas—el esposo hasta llegó a ser un mal marido: muchas veces sacrificó el pan nuestro de cada día por adquirirlos o, de tanto abismarse en la lectura de ellos, concluyó por volverse un idiota y olvidarse hasta de sus más sagrados deberes conyugales: en vez de dormir en el dormitorio, como era su deber, se quedaba dormido en la Biblioteca: la esposa llegó, pues, con el tiempo, a cobrarles una enemistad personal a los libros. Ahora, por fin, ha llegado la hora de la venganza: si pudiera arrojarlos al fuego. Pero, no: es preferible venderlos: algo siquiera se puede sacar de ellos. Entonces, los vende: los libros, según la pasta; los folletos y demás papeles, por arrobas.

Así adquirió don Luis Subieta Sagárnaga, historiador y mártir, los cinco tomos manuscritos de los “anales de la Villa Imperial de Potosí” por Bartolomé Martínez y Vela, cuando la viuda de don Modesto Omiste vendió la Biblioteca de su esposo. Don Luis Subiera Sagárnaga, hasta ahora, no ha publicado sino el primer tomo, en una edición pésima y sin el menor sentido bibliográfico. Los cuatro restantes, seguramente piensa dejar de herencia a sus hijos. Por el hecho de haber adquirido en unos cuantos pesos aquellos manuscritos, el señor Subieta Sagárnaga, se cree dueño de la propiedad literaria de los referidos “Anales”.

LA MEMORIA Y LA ESCRITURA


LA MEMORIA Y LA ESCRITURA
Eloy sopló su hálito caliente en esos dedos ateridos que sobresalían de los guantes de lana. Ni la manta que cubría sus pies ni el pesado abrigo de piel de oso podían sustituir la falta de fuego en esa estancia tan grande donde Eloy trabajaba junto a la ventana para tener más luz y ayudarse así a escribir sobre el pergamino.
Le habían dado como tarea copiar la vida piadosa de San Sebastián, patrono del monasterio donde Eloy residía desde su adolescencia; pero, secretamente, usaba un pergamino sí y otro no para recordar lo que le había contado el ermitaño, que vivía en el bosque, cruzando ese mar de nieve, sin más abrigo que el burdo hábito con el que había cubierto su cuerpo hacía veinte años. Se llamaba Eloy, y le había hablado de los milagros de la memoria, de la magia de la escritura y del origen de los libros.
Con ese frío, tendría tres o cuatro horas para alternar el trabajo con el placer. No descuidaba la copia de los milagros de San San Sebastián porque eso le valdría perdón e indulgencias por sus pecados; pero en secreto cometía un pecadillo más: el de escribir un libro profano, más bien una memoria corta del torrente de recuerdos que había volcado el ermitaño Anselmo.
Todo había comenzado cuando lo visitó para pedirle una provisión de pergaminos y de tinta. Cada que podía, Eloy le llevaba cueros de vaca que el ermitaño alisaba tan pero tan finos que cabían en una cáscara de nuez. Precisamente en una nuez tenía parte muy larga de la Summa Teologica y en otra, las Confesiones, de San Agustín. Anselmo las exhibía al joven Eloy, sonriendo con su boca desdentada y recordando a Cicerón, que se vanagloriaba de tener la Ilíada y la Odisea precisamente en dos cáscaras de nuez.
Pero la fabricación de pergaminos no era, precisamente, su especialidad, sino la fabricación de tinta, porque recogía unos hongos adheridos a la corteza del castaño, los molía, los combinaba con sulfato de hierro y los mezclaba con goma arábiga, obteniendo así una tinta que dejaba apenas una sombra, casi una transparencia sobre el pergamino, que luego se volvía más oscura y más oscura, a medida que penetraba en la piel y se fijaba para siempre.
El abad sabía del contrabando de cueros y de la afición secreta de Anselmo por fabricar pergaminos, pero prefería ignorar esas pequeñas faltas debido a la calidad de la tinta del ermitaño, que servía a los copistas para rescatar el alma de los viejos papiros para convertirlos en libros sólidos, encuadernados en tafilete, con guardas de bronce repujado y todos ellos con las iniciales iluminadas por expertos iluministas.
Eloy se complacía en saber que había tiempo. "Hay tiempo", se decía cada vez que trazaba con primor cada uno de las letras apretadas del texto. Se complacía en inventar abreviaturas para ahorrar pergamino, aunque pensaba, con orgullo, que la piel era muy superior al papiro porque permitía escribir por ambas caras, y cortar un cuero entero de vaca en hojas rectangulares, de donde venían las denominaciones de los libros, pues usualmente se doblaba el cuero cuatro veces y así se obtenía los libros copiados in quarto; y a veces en ocho, y entonces, in octavo, y hasta dos veces in octavo, es decir, dieciséis hojas. Como se comprenderá, los libros más frecuentes eran los copiados in quarto.
Qué diferencia con el pergamino, que ya, es cierto, permitía trazar letras nítidas, redondeadas y bellas, pero jamás como las letras del pergamino, cada una de las cuales era un dibujo cuidadoso, moroso, reconcentrado, como una gema que guardara secretos inconfesables.
Anselmo le había obsequiado plumas de cuervo, según él más efectivas y durables que las de ganso, y le había hecho un largo discurso sobre la sabiduría humana acerca de la pequeña escisión que tenía en la punta acanalada, la cual dejaba pasar un hilo uniforme de tinta, más grueso mientras más se apretaba el borde de la pluma contra el pergamino. De este modo, Eloy podía practicar la vieja caligrafía clásica, que consistía en alternar rasgos finos con rasgos gruesos, costumbre muy elegante y muy apreciada por los lectores.
Allá, en el fondo de la biblioteca, Eloy había buscado, por curiosidad, las láminas de cera cuya ubicación le había sido transmitida por Anselmo. Eran unas viejas libretas de apuntes que ya se usaban en Roma y que, apenas una generación antes, usaban los novicios para tomar apuntes en las clases de Teología. Sobre esa fina capa de cera de abeja, los novicios trazaban signos con el estilete, que tenía punta afilada, o borraban sus errores con el otro canto, que era romo. Todavía se hablaba de aquel hereje que tomaba apuntes de Santo Tomás, pero por debajo de la capa de cera escondía una segunda capa donde escribía en secreto sus sueños licenciosos. Alguna aldeana que le concedió favores era la culpable de su extravío y ambos acabaron en la hoguera, donde también se fundieron las memorias lascivas del hereje.
Un escalofrío le recorría la espalda a Eloy cada vez que recordaba el episodio, pues ¿no cometía el mismo pecado al escribir un libro profano cuando su deber era copiar los milagros de San Sebastián? Pero el abad era un anciano indulgente y Eloy apenas sentía un miedo deportivo, apenas un estremecimiento de dolor y de placer de sólo imaginarse ardiendo en la hoguera, con sus memorias apretadas contra el pecho.
El ermitaño Anselmo, no obstante que proveía de materiales a los copistas no veía con muy buenos ojos la costumbre de copiar libros. Esto debido a que elogiaba los milagros de la memoria. No se cansaba de decir que, desde el principio de los tiempos, los libros eran seres de carne y hueso que habían desarrollado prodigiosamente la memoria y repetían las tradiciones de cada pueblo, unas veces contando y otras veces cantando.
Homero se sabía de memoria las historias de la guerra entre tirios y troyanos y las aventuras de Odisea, pero un día las escribió en papiros. Sí, en papiros fabricados en Egipto. Pero, vamos, ¿no era, acaso, ciego? ¿Cómo se había dado modos para escribir? ¿Dictándole a un copista? Eloy se estremecía de gozo al imaginarse trabajando de copista junto a Homero. Con qué fidelidad habría registrado las rapsodias de Aquiles y de Odiseo.
Anselmo le había hablado sobre la biblioteca vida de Itelio, un mercader que reunía en su mesa hasta 300 comensales; y sin embargo, no podía mantener conversación con ellos porque era un hombre inculto. Quiso su vanidad inspirarle un recurso ingenioso: escoger, entre sus esclavos, a los más sabios y encargarle a cada uno que memorizara una historia completa. De este modo, solía terciar en la conversación y entonces instruía a cualquiera de sus libros vivos que repitiera alguna cita alusiva. Los esclavos llevaban los nombres de los libros que habían memorizado. Uno se llamaba Ilíada; el otro, Odisea, en fin. Anselmo le contó también que la disposición de un anfiteatro era un recurso mnemónico para los actores, pues relacionaban cada episodio con una de las columnas o detalles y así no olvidaban sus papeles. Le contó que Demóstenes relacionaba los párrafos de un discurso con las estancias de una casa. El ingreso era el exordio, y así cada período se relacionaba con un cuarto, para no olvidarse de decir todo lo que se había propuesto.
Cada letra que trazaba era, en verdad, un dibujo que Eloy trazaba mordiéndose la lengua, con todo esmero. Sabía que alrededor del texto se movían cientos de diablillos buscando la forma de distraerlo para ocasionarle una equivocación. Lo que más temía era un accidente bastante común: que los diablillos empujaran el tintero y el trabajo se manchara irremisiblemente. ¡Con lo que costaba conseguir pergaminos y tinta; y con lo moroso que era escribir!
No faltaban devotos que donaban pergaminos al monasterio pidiendo rezos por la salvación de su alma. Particularmente los comerciantes que viajaban al Oriente, guardaban, entre sus tesoros más preciados, tinta china y pieles de Pérgamo destinadas a monasterios y conventos, donde los monjes se encargarían de orar por la salvación de esas almas que se aventuraban hacia el confín del orbe conocido y aun más allá, hacia lo ignoto. Esas pieles y esa tinta era repartida con avaricia a los copistas; pero Eloy había remediado el problema visitando asiduamente al ermitaño y aprovechando para escuchar sus historias.
¡Claro! ¡Por eso se llamaban pergaminos! Poco antes de su invención, se escribía en papiros, que eran un entretejido de fibras de un junco abundante en el Nilo; los faraones ya habían restringido la provisión de papiros a los países del Mare Nostrum y la veda empeoró cuando los árabes dominaron el Egipto por más de un siglo. Pero, frente a la biblioteca de Alejandría, abundosa en papiros, se alzó Pérgamo con sus artesanos del cuero que inventaron el pergamino. Había pergaminos de tres clases: el llamado papel de Augusto, en homenaje al emperador, el más fino; el papel de Livia, esposa de augusto, y el papel de los comerciantes, el más burdo. En ese orden decrecía la pulcritud de los signos, pues los comerciantes daban empleo a registradores de cifras que hacían el inventario de las cargas de trigo y de cueros y de otras mercancías que almacenaba el faraón o los ricos comerciantes.
Los papiros eran frágiles y se conservaban en rollos. Cientos de papiros hacían un libro. Algunos de ellos tenían hasta cien metros de largo y eran enrollados en primorosos cilindros que los lectores sostenían con la mano izquierda, mientras desenrollaban con la derecha. Un descuido, un picor de nariz, y el texto se enrollaba de nuevo. En cambio, el pergamino era propicio a la lectura tan sólo con el recurso de cortarlo en láminas rectangulares que se cosían en libros.
Cada signo es un dibujo, se decía Eloy jugando con la lengua, pasándola por el borde de los labios y registrando en la dentadura los restos de la mazamorra de trigo y la hogaza de pan con vino que había desayunado. Se esmeraba en dibujar la A y recordaba que Anselmo le había dicho que originalmente el signo se escribía invertido y así se veía mejor que era la primera letra de la palabra "toro": el signo aleph, de los hebreos. Pero ¿dónde y cómo habían nacido las letras?
Así como la memoria y la narración oral antecedieron a la escritura, así el dibujo precedió al alfabeto. Es más: en el principio fue el dibujo y el dibujo se convirtió en alfabeto. Anselmo había dibujado en la arena un cuadro en el cual se explicaba el linaje del alfabeto griego y del latín, partiendo del alfabeto egipcio, que había sido el más antiguo: el padre de todos los alfabetos.
En ese instante, Eloy escuchó unos pasos cansinos en la estancia vecina y reconoció la presencia del abad. Ocultó rápidamente el pergamino sobre la historia de los libros y alistó aquel otro en que narraba los milagros de San Sebastián. Se persignó por las dudas y prometió un acto de contrición por su pecadillo, pero secretamente se propuso dibujar aquella misma noche el cuadro que el ermitaño dibujó en la arena.

Alas


ALAS

U

na mañana me senté en un prado, qué digo, en un pequeño rectángulo de pasto de una casita, y mi nieto Ale me pidió que le contara un cuento. No se me ocurría ninguno y le ocasioné una molestia: le parecí una persona aburrida. Mi otro nieto se llama Antü y me puso el apodo de Chistoso porque solía improvisar cuentos y juegos de palabras. “Yo quiero sentarme al lado del Chistoso”, es uno de los mejores elogios que me dedicó. Sin embargo de mi fama, aquella mañana no pude contarle un cuento al Ale.

Poco después, el Ale jugaba con otros niños mientras yo rumiaba el tema sentado a la sombra de un molle viejo, de ésos que todavía se conservan en la Urbanización El Castillo, donde ocurrió todo esto. Si hacía memoria, bien pude haberle dicho que este parquecito antes no existía, porque la erosión había avanzado desde la barranca del río hasta muy cerca del almacén comunal, de modo que el frente de mi casa no daba a este parquecito, sino a un tremendo foso que evitábamos cruzar. Le hubiera dicho que su papá, mi hijo Ariel, a sus siete años, coleccionaba alacranes, que caminaban libremente entre los pedregales del barrio que ahora son jardines, y que tenía una curiosa afinidad con los bichos, porque no sólo cazaba mariposas sino también avispas, ninaninas, arañas y víboras, que también abundaban en este barrio suburbano. Podía despertar su interés contándole que una vez el Ariel hizo un viaje, y cuando llegó, se le salían los ojos de ilusión al mostrarme lo que me había comprado: una tremenda apasanca peluda y disecada. Quizá me hubiera atendido más si recordaba el regocijo de la Aurora, que era una cholita muy linda, cuando el Ariel llegó a la casa con una culebra viva que él tomaba delicadamente por la cabeza y por la cola. Pude haber omitido el absurdo impulso de cólera que me hizo ordenarle que la matara de inmediato, cosa que el Ariel ejecutó sin demasiados escrúpulos y con una destreza insospechada. En fin, que la Aurora me había rogado de inmediato que le regalara la culebra para picarla en trocitos y hacerla charque; y que, una semana después, me sorprendió un tufo de fritura en la casa, y cuando entré a la cocina, vi a la Aurora comiendo el charque de víbora junto al Ariel, a su hermano Manuel y a la pequeña Raquelita, mis tres hijos, que saboreaban el charque de víbora como si fuera un pastel de fresas.

¡Tantas cosas pude haber contado y me callé! La Urbanización ya tenía cuatro generaciones; yo pertenecía a la segunda; el cerro de San Pedro estaba muy próximo, y los fines de semana subíamos temprano, hasta la cumbre, y luego bajábamos al río a bañarnos en las pozas. Mis padres, que todavía vivían, llevaban un pollo al horno y fruta; mi viejo se llevaba una botella de chicha, de contrabando; un amigo suyo se untaba el cuerpo con lodo y se dormía al sol hasta convertirse en el Monstruo de la Laguna. Luego se sumergía en la poza y salía sonriendo como un chiquillo…

No le conté nada al Ale y el dolor tenue de este recuerdo me duró par siempre. De esto pasan más de veinte años en los cuales he tenido cientos de motivos para recordar aquella escena y, más aún, las conjeturas que me hice sobre la posibilidad de haberle propuesto que imagináramos juntos alguna ruptura de esta realidad gris en que nos tocó vivir. Por ejemplo, cómo sería la vida si nos crecieran alas, una obsesión que comenzó a llenarme la cabeza a medida que me volvía viejo y pesado. Qué lejos estaba de saber que aquella conjetura era una premonición, y que pronto ocurriría una mutación genética que es el tema de estas confidencias.

Hoy sonrío al decir estas cosas, sobre todo al ver al Ale y al Antü cuando se posan bellos y gallardos a la entrada de mi nido, y pliegan sus alas mientras me miran con sus ojos llenos de inmensidades y lejanías. ¡Cómo ha cambiado la vida en estas dos décadas!

Omití decir que soy médico familiar, pues nunca obtuve ninguna especialidad, que me llamo Ramón y que mantengo un consultorio en casa, donde rara vez ingresa un paciente. Como decía, a raíz del fiasco de mi nieto, se me hizo una obsesión darle vueltas a la posibilidad de que hombres y mujeres tuviéramos alas. Aun en mi consultorio de médico familiar, permanecía absorto dándole vueltas al asunto, hasta que un día ingresó Camila, una jovencita a quien había visto bailar danza contemporánea, y aun más, la había fotografiado en medio de su troupe, creando sin querer un espacio vacío en el cual Camila, por efecto de la perspectiva, parecía un ave que volara en la oscuridad del escenario.

Camila se quejó de fiebre y somnolencia. Dos semanas antes había sentido un bajón en sus energías, que le perjudicaba en los ensayos. Había perdido el apetito y usualmente prefería dormir a sentarse a la mesa; pero tenía que salir de su casa cuando sonaba una alarma digital que le indicaba la hora del ensayo. Amaba la danza y se olvidaba de todo, hasta de comer, pero luego volvía fatigada a su casa y solo quería dormir.

Le pregunté si había registrado algún otro síntoma, y me dijo que le habían crecido unas protuberancias en la espalda, a la altura de los omoplatos, que le dolían de forma leve pero persistente.

Le pedí que se desnudara y me coloqué en el cuello el estetoscopio para escuchar los latidos de su corazón. Cómo sería de tierno su corazón, que en lugar de latir cantaba. En realidad, cantaba sin letra; repetía notas de una melodía cálida, envolvente, plena de amor. Iba a escuchar sus pulmones cuando quedé mudo ante las protuberancias de sus omoplatos: o yo no había visto nada maravilloso en la vida, o esas protuberancias eran alas de pájaro, todavía apenas revestidas de plumas, pero alas al fin.

Involuntariamente, las acaricié. En efecto, esas pequeñas alas estaban revestidas con la pelusa que cubre la piel de los polluelos. Una pelusa blanca, reluciente, que parecía tener gotas de rocío. Las toqué y le pregunté a Camila si sentía dolor. Me dijo que no, que más bien le encantaba sentir mis manos en esa parte de su cuerpo.

Repetí mentalmente “de su cuerpo” y me estremecí: por la salvación de mi alma podía jurar que aquello era una mutación genética, y que Camila se estaba convirtiendo en una criatura alada.

Le recomendé que no contara a nadie el asunto y que volviera en un par de días. Le receté aspirinas para la fiebre y la tranquilicé diciéndole que esos ojos brillantes y esa mirada plena de ternura no podían indicar otra cosa que una vida llena de amor y de salud.

Esperé unos días en los cuales me olvidé que Camila debía regresar al segundo día, pero tuve que recordar la cita porque de pronto me llamó Ariel, mi hijo, para decirme que el Ale había amanecido con un dolor en la espalda y casi de inmediato me lo trajo para que lo examinara. Debo decir que, por intuición, no necesité preguntarle qué le pasaba. Una vez que se quitó la polera le examiné directamente los omoplatos, tan sólo para comprobar, maravillado, que el Ale tenía unas alas recubiertas de pelusa amarilla. No acababa de despedirlo cuando entró Manuel, mi otro hijo, llevando de la mano al Antü ¡con el mismo problema!

Una vez solo, me dije que tres golondrinas no hacen primavera y, consiguientemente, dos casos aislados no hacían una epidemia. Esa noche salí a una presentación del grupo de Camila. Minutos antes, apuré un par de whiskies frente al teatro, de modo que, al sentarme en mi butaca, tenía los vasos dilatados y una sonrisa de felicidad sin motivo. Como nunca me conmovió la danza contemporánea, especialmente ver a Camila, que era fina y sutil como un suspiro, pero la vida la había dotado de una energía y una expresividad que abría o adelgazaba el espacio escénico según los latidos de su corazón. No eran menos sus compañeras, en especial Carmencita, a quien a ratos me parecía verla volando o levitándose a centímetros del piso.

Me sentía tan contento que las visité en los camarines para hablar con Camila y decirle que nada malo podía ocurrirle si danzaba con la levedad de una hoja al viento. La besé en la frente, apreciando la humedad del esfuerzo que había desplegado, cuando apareció Carmencita y se acercó para pedirme una consulta urgente.

La miré con indulgencia y, adelantándome a sus confidencias, le toqué la espalda: tenía las mismas protuberancias que Camila.

En las semanas siguientes, los casos se multiplicaron de tal forma que el Ministro de Salud puntualizó su alarma, en una vaga declaración pronunciada en la capital, a cientos de kilómetros de donde vivimos. ¡Dios sea loado!

Hasta entonces tenía cinco casos, de tres mujeres y dos niños, que podían llevarme a la conclusión de que el fenómeno era una cuestión femenina o infantil; pero entonces me visitó Tulio, compañero de danza de Carmencita y Camila, a quien le parecía divertido mirarse en el espejo y mostrarme una facultad nueva: la de mover a voluntad esas pequeñas protuberancias que le habían brotado en ambos omoplatos.

Por fin, una tarde me visitó Camila y me saludó con una sonrisa radiante. Ejecutó un paso de danza mientras se quitaba la blusa y entonces me mostró algo maravilloso: las alas le habían crecido en forma tal que intentó volar ¡y lo hizo! Revoloteó ante mis ojos atónitos alrededor del cuarto, y luego, para darme una prueba contundente, salió por la ventana abierta, se detuvo como a treinta metros, me mandó un beso volado y se fue más allá del horizonte.

Así comenzó una mutación genética que afectó a todos, y, por supuesto, a mis nietos Ale y Antü, incluso a mí mismo. De pronto comprobamos que ya éramos miles de hombres y mujeres a quienes nos crecieron alas, y que la vida se había llenado de una alegría nueva y unos hábitos insospechados, como el de volar, para no ir más lejos.

Volando, comprendimos que la belleza existe a pesar del género humano. Por afinidad recién contraída, volamos a abrir todas las granjas avícolas y soltamos a todas las especies aladas; intervenimos los zoológicos y liberamos a miles de mamíferos y aves y saurios y serpientes. Clausuramos una planta de pesticidas y dejamos a millones de insectos y gusanos que deambularan a su arbitrio.

Aquello mudó nuestras costumbres, el contenido curricular de nuestras escuelas, colegios y universidades, las políticas municipales, las estrategias gubernamentales y, por debajo de todo ello, las relaciones humanas, que se transformaron en una relación entre seres alados. Pero el impacto mayor lo registramos en nuestros hábitos alimenticios. Creo que alguien registró la última vez que se encendió fuego para cocinar, porque luego desechamos para siempre esa práctica: cocer y, peor aún, asar carne y vegetales se volvieron actividades, quién lo iba a suponer, primitiva, cuando antes las considerábamos la fundación de la cultura.

Se suspendieron las prácticas pecuarias y agrícolas, pues instintivamente nos repugnó comer carne y cocer vegetales. La vista se nos aguzó y el mundo, allí abajo, se reveló como una galaxia infinita de granos alimenticios de toda especie. Como es de suponer, recordamos al unísono ese versículo de la Biblia que habla de las avecillas del campo, que no se afanan en buscar alimento porque ahí está, en los granos, en los frutos, en el néctar de las flores, en las hojas tiernas de los vegetales. Superada la era del fuego, la realidad se volvió un mundo crudo y propicio a la libertad; la vida se convirtió en un grito de liberación frente al trabajo; ya nadie necesitó dinero y se cerraron los mercados y tiendas de toda especie. Se encogieron los puentes (como lenguas heridas), se agrietaron las autopistas, se cerraron las cementeras, los aeropuertos, las terminales de buses. Se despoblaron casas y edificios y la naturaleza brotó por todos los resquicios que se abrieron en los muros construidos por los hombres.

La naturaleza, librada a sí mismo, acabó con el uso de viviendas, muebles, utensilios, relojes, mesas y sillas; se ensañó con las máquinas, las computadoras, los vehículos; y, de pronto, la gente decidió rescatar los objetos de arte más sutiles, los libros de lectura inolvidable, pero, sobre todo, la música, los instrumentos de música. Sin embargo, años después la gente alada prefirió cultivar la voz, como el más sutil de los instrumentos musicales, y se formaron coros mixtos con las aves canoras más inverosímiles que, de pronto, se congregaron junto a nosotros porque ya no tenían temor de que las enjauláramos o, peor aún, las comiéramos.